Si Diógenes viviera…
Por El Diógenes
He recorrido, cual perro callejero —como orgullosamente me llamaron—, las calles de esta polis sonriente que presume haber erigido la obra que la convierte en la capital cultural de la nación. Con mi lámpara en mano, no he buscado oro ni incienso, sino tan solo un acceso digno… y no lo he hallado.
Me dijeron que, en el corazón de Nayarit y bajo los auspicios de la magnificencia federal y el genio municipal, se levantó la Ciudad de las Artes Indígenas: templo del espíritu, ágora de las culturas originarias, tributo a la diversidad. Pero al llegar, ¡oh paradoja arquitectónica!, encontré que la grandeza se construyó sobre la premisa de que las piernas son eternas y las ruedas, ornamentos de feria.
Rampas que más parecen trampas de Sísifo: quien suba en silla, rodará ladera abajo. Escaleras que se alzan como murallas espartanas, desafiando a todo aquel que ose treparlas sin la bendición de Apolo en sus músculos. Un mirador que, cual Olimpo, solo es accesible para quienes gozan de tendones sanos y huesos obedientes. Y yo pregunto: ¿de qué sirve alzar la vista si antes se nos obliga a arrastrarnos?
Me asomé buscando las huellas que guían al ciego, esas líneas podotáctiles que en otras tierras civilizadas son el abecedario de sus pies; aquí, su ausencia habla más que cualquier placa inaugural. Señalética braille: inexistente, como la modestia en los discursos políticos. Intérprete de lengua de señas: tan invisible como la autocrítica en las asambleas de gobierno.
Mas no todo fue silencio. Vi a un grupo de hombres en silla de ruedas, gladiadores modernos, entrenando en el arte de vencer escaleras que jamás debieron ser obstáculo. Policías, guardianes de la norma, les reprendieron con la ternura de un papiro burocrático: “No lo hagan aquí”. Y yo, recordando mis cínicas enseñanzas, pensé: ¡qué admirable es la autoridad que, incapaz de derribar barreras, se esmera en custodiar su permanencia!
A los arquitectos, diseñadores y supervisores de este prodigio de exclusión les diría que han logrado lo que Aristóteles llamaría una telos torcida: un edificio que cumple su fin… de segregar con elegancia. Y a los próceres que otorgaron licencias sin verificar la accesibilidad, les regalo mi lámpara para que, algún día, encuentren el sentido de la palabra “universal”.
En esta urbe que alardea de cultura, olvidaron la más básica: la del acceso. Así, la Ciudad de las Artes Indígenas será recordada no como capital cultural, sino como monumento a la polis que construyó una acrópolis sin rampa y luego, con rostro serio, se declaró inclusiva.
Si alguno de ustedes, demiurgos de esta obra, me busca, estaré en mi barril, esperando a que el elevador del mirador llegue por mí. No tengo prisa: aquí, la accesibilidad no es urgente.