Por Karina Cancino
—¡Yo soy el Leviatán!
La luz de unas cuantas veladoras titilaba en el suelo cuando escuché un grito detrás de mi oreja. Un hombre joven, moreno, con el torso desnudo, serpenteando con movimientos erráticos rompía el aire triste pero valiente que dejó la velada en la plaza Benito Juárez, de Tepic.
—¡Yo soy la muerte! ¡Soy el malo!
Su grito se mezcló con las fichas de búsqueda pegadas en el suelo que algunas mujeres empezaban a recoger junto con algunos zapatos. Esos que quedaron vacíos debajo de las camas.
El hombre, con su mirada perdida en las chispas de las veladoras me preguntó qué pasaba. Un escalofrío recorrió mi espalda y solo alcancé a contestarle que estábamos manifestándonos por las personas desaparecidas. Por las personas que han sido asesinadas. Que han sido entrenadas forzadamente para matar. Le respondí con la necedad de la indignación, con el miedo de su cercanía y la misericordia de pensar que era uno más sin llegar a casa.
El joven se dio la vuelta balbuceando cosas, diciendo algo de ‘matar a otros’, mientras la luz del palacio de gobierno se iba calcada en su piel brillante. Por un segundo recordé lo que dijo Constanza sobre que los cientos de zapatos en el piso, que eran como el infierno y el desierto. Tal vez sí se apareció el diablo entre nosotros.
Pero si el horror tiene cuerpo, también lo tiene la ternura. Y ahí estaban los abrazos, vacíos, pero esperando a quienes deben volver. Porque las personas que buscan no solo reclaman justicia, también aman. Aman a quienes les fueron arrebatados. Aman a pesar de todo, contra todo. Y amor es lo que hay también en cada reclamo.
La velada se fue diluyendo poco a poco. Volvimos a calzarnos los zapatos, que dejamos como ofrenda a la memoria hasta que fueron cuatrocientos testimonios. En el piso, solo quedó una cruz haciendo frente al escudo luminoso de Nayarit y las historias de desaparición quedaron grabadas en los videos y ojos portátiles.
El memorial de esta noche fue por las víctimas de Teuchitlán, pero hay más de mil ochocientas en Nayarit y más de ciento veinte mil en todo el país. De algunas no tenemos más certeza que sus botas, sus mochilas, cartas, llaveros y huesos. De las que esperamos noticias y las que queremos alejar el mal.
El luto fue para alejar a la bestia, que como el mítico Leviatán, se extiende con horror sin límites, con un cuerpo que nunca termina de mostrarse por completo. Se agazapa en cada rincón, devora nombres, consume vidas y se multiplica en las sombras.
Nadie parece poder contenerlo, porque su fuerza no es solo brutal, sino también difusa, es una red de tentáculos que se enreda en el miedo y la impunidad. No tiene un solo rostro, sino muchos. Y aunque se sabe que existe, pocos se atreven a encararlo.

Foto: Efraín Arcadia O’Connor