Por Boris González Ceja
La señora Susana tiene 58 años, padece artritis reumatoide y no puede subir de peso. Hace cinco años le realizaron una histerectomía, a partir de la cual comenzó a experimentar ansiedad. Cuando llegó a nuestro consultorio de psicología, le solicitamos una evaluación hormonal para determinar si su malestar tenía relación con aquella cirugía. Sin embargo, lo más revelador surgió de su historia de vida.
Fue golpeada por su padre, violada por su hermano mayor y ultrajada por el señor de la tienda de la esquina. Su infancia concluyó abruptamente con los maltratos de su madre. La autoridad, encarnada en quienes debieron protegerla, rompió su inocencia, destruyó su confianza en los adultos y truncó su desarrollo emocional. Desde entonces, su cuerpo comenzó a manifestar el trauma con una enfermedad crónica.
El Día del Padre es una celebración polarizada en México: algunas personas aman a su padre, festejan su existencia y alaban sus acciones; otras lamentan esa figura, sufren sus ausencias o violencias, y desean haber tenido otra historia.
Unos y otros reconocen que la paternidad es una presencia decisiva, tanto en lo personal como en lo familiar. El proyecto de vida de quien llaman “papá” ha influido en ellos, para bien o para mal.
La paternidad es, en efecto, un acto complejo, muchas veces atravesado por la masculinidad tradicional y, en muchos casos, resignificado gracias a la participación activa de las mujeres en la crianza. También es una de las formas que adopta la autoridad. En nuestras comunidades, dicha autoridad atraviesa una crisis marcada por la ausencia paterna, lo que genera incertidumbre en la relación simbiótica entre hijos y madres, afectando el principio de realidad en la formación de las personas.
Conozco padres ejemplares que guían a sus hijos día a día en esta selva urbana, a veces con regaños, a veces con el ejemplo, pero siempre con dedicación. Lo digo con claridad: estoy de acuerdo con que los padres llamen la atención a sus hijos, que les pongan límites, que incluso les den su “estate quieto”, siempre sin proyectar sobre ellos sus frustraciones.
Muchas personas han construido una vida digna junto a sus hijos, pese a haber tenido infancias marcadas por el abandono o la violencia. Han tenido la fortaleza de sanar sus heridas y canalizar su dolor hacia el mejor de los impulsos humanos: el de servir a otros, aunque a veces esos otros no lo merezcan (pero esa ya es otra historia).
La falta de una Ley de Crianza Positiva y Buen Trato que oriente a los nuevos padres —en ausencia del famoso manual que no llega con los hijos— es una deuda urgente. Lo vemos a diario: personas desorientadas, sin proyecto de vida, sin rumbo, porque sus padres tampoco lo tuvieron. El Estado, por su parte, está más ocupado en otros intereses, y así se perpetúa el círculo vicioso.
También he visto padres alcahuetes, que fomentan el descontrol en sus hijos, que ni siquiera se gobiernan a sí mismos, pero aspiran a gobernar ciudades. Así ocurre en no pocos gobiernos actuales.
La autoridad se erosiona no solo desde el núcleo familiar, sino desde el poder público. Gobiernos cavernícolas y retrógradas, en lugar de diseñar políticas públicas modernas, siguen saqueando los pocos recursos disponibles, generando una desconfianza social tan profunda que ya ni siquiera puede medirse: los indicadores son calculados por el mismo gobierno, y la transparencia también está en sus manos. ¿Cómo se llamó la obra?
Abundan los ejemplos de esta crisis de autoridad. Uno de ellos es el boxeador Canelo Álvarez, cuya figura representa un catálogo de privilegios y arbitrariedades: cláusulas a modo, rivales a la medida y el descrédito de un deporte que, históricamente, había colocado a México en la cima.
Como puede verse, la autoridad adopta muchas formas. Y cuando los padres avergüenzan, los hijos tienen la responsabilidad de no repetir sus errores. Como dice la Biblia: “Ciertamente, el que no cuida de los suyos, y especialmente de los de su casa, ha negado la fe y es peor que un incrédulo”. La paternidad, en esencia, es un acto de fe.
Causas y azares…
- Cuando un luchador social señala con nombre y apellido a un narcotraficante y a su pandilla por extorsionar con el 50 % de las ganancias a productores —dejando a la fiscalía como un apéndice inservible, omiso y coludido con el crimen—, algo está muy mal en este país de la simulación.
- Es alarmante e indignante el nivel de nepotismo en las dependencias del gobierno: esposos, hijos, yernos… y hasta los perros tienen hueso.
- Todo lo que ha hecho el IMSS Bienestar es pintar paredes con su logo. Mientras tanto, el personal eventual sigue precarizado, y el amiguismo domina la Secretaría de Salud, plagada de amantes y cuates, inútiles unos y otros para proponer verdaderas políticas públicas de salud. Alguien tiene que renunciar, y tiene que hacerlo ya.
Hasta la próxima. La intensidad es una forma de eternidad.
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* Boris González Ceja es psicólogo, maestro en educación y doctorante en temas de trauma complejo y enfermedades crónicas. Especialista en salud mental con enfoque en derechos humanos, ha coordinado proyectos para la UNAM, el PNUD, la Embajada de Alemania y diversas instituciones nacionales. Ha sido investigador principal en más de 40 estudios y liderado equipos de intervención psicosocial en México y Centroamérica.
Actualmente es secretario general de la Asociación Mexicana de Psicología y Desarrollo Comunitario y responsable de programas de salud mental en la Secretaría de Salud de Michoacán. Ha recibido reconocimientos por su labor científica y educativa, y es autor de la columna Somos Nuestra Memoria, dedicada a la divulgación en psicología y salud mental.