Omar G. Nieves
Bajo los vetustos muros de cantera, en las entrañas mismas del Palacio Nacional y de ese zócalo de tantos ecos políticos, se encuentran los restos de otro palacio que durante cientos de años perteneció a los pueblos originarios de México. La gran Tenochtitlán fue sepultada por la espada de los españoles que se creían de una mejor civilización que la asentada en ese lugar.
Con el paso del años, ese mismo edificio ahora habitado por el presidente se convirtió en testigo y elemento central de episodios históricos. Fue, por ejemplo, asaltado por las fuerzas extranjeras de Estados Unidos; sede de conservadores y liberales; fuerte de ex dictadores y refugio administrativo de grandes líderes de la nación mexicana.
El presidente López Obrador tiene el derecho y la responsabilidad de resguardarlo de cualquier ataque, sea por aire o por tierra. Tal como lo debió hacer, por ejemplo, Donald Trump cuando una turbamulta atacó al Capitolio en enero pasado. Sin embargo, como conocedor de la historia —y de su autobiografía— el propio jefe del Estado Mexicano debería saber que muchas de los cambios de paradigmas, de las revoluciones y movimientos que han provocado un avance en los derechos humanos y colectivos, fueron producto de las presiones, los golpes y las armas.
Él mismo en la oposición fue en un tiempo el incitador de manifestaciones que derivaron en actos vandálicos y violentos. ¿Cómo espera ahora que defiende a un presunto violador que se expresen las mujeres? ¿O es que también les va a pedir a las “mamacitas” de quienes participaron en la marcha feminista que se porten bien? ¿Notamos cómo desde el lenguaje mismo el presidente se contradice al sostener que su gobierno es el más feminista de la historia?
La madres no son las responsables únicas de la educación, los valores y las conductas de sus hijas. Tampoco son unas minusválidas que requieran protección, como lo hizo ver en una de sus mañaneras. Sólo piden derechos diversos que las pongan en equidad con el sexo masculino. Castigos a los agresores por razón de género. Y respeto a su consciencia libre —no importada ni implantada del extranjero o de algún “fantasma conservador”— de las mujeres.
Escuché este día a una voz de quienes lideraban uno de los contingentes feministas, y decía que el presidente confundía la participación femenina en su gobierno, con la inclusión y la defensa del feminismo por el mismo. Y es que puede ser éste el gobierno más incluyente de la historia, pero eso no quiere decir que las mujeres que lo acompañan formen parte en la toma de decisiones, incluso en sus respectivas áreas de dirección.
También es cierto que jamás habíanse presentado tales actos de protesta pública por parte de las féminas, pese a que en anteriores gobiernos el machismo operaba con más descaro. Pero el sólo hecho perenne de polarizar, de confrontar, de minimizar, a las mujeres incluso de su propio partido, han agudizado los reclamos. Hoy mismo lejos de alejarse de una discusión que sólo se gana en silencio, el presidente volvió a ponerse en el foco del escándalo al tomarse una foto con un grupo de mujeres afines a él, al centro de la imagen por supuesto. En lugar de escuchar, habló. En lugar de reconocer, se defendió. En lugar de deponer a su gallo en Guerrero, lo sostiene.
Seguramente muchos de la oposición querrán sacar provecho del movimiento nacional genuino de las feministas, pero poco importa eso cuando es el presidente quien se erige como opositor mismo de los reclamos que lejos, muy lejos, están de la izquierda que dice representar.
*El texto es responsabilidad de quien firma la autoría